lunes, 17 de diciembre de 2012

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Dios que viene

Karen Blixen cuenta, en sus "Memorias de África" (Out of Africa, 1937), que una noche la despertó repentinamente un niño nativo. Se presentó silencioso en su habitación, con una lámpara en la mano, como si estuviera de guardia, “como un oscuro murciélago extraviado, con sus grandes orejas desplegadas”. Y le dijo muy solemnemente:

     “–Msabu, creo que debes levantarte”. Ella intentó que se marchara, pero él insistió y argumentó: “Creo que viene Dios”.

     Por la ventana contemplaron un extraño fenómeno: “Un gran incendio en las praderas y en las colinas, y la hierba ardía desde la cima hasta la llanura; desde la casa era casi como una línea vertical. Parecía como si una figura gigantesca se moviera y viniera hacia nosotros”. Tras un rato en silencio, ella intentó tranquilizarlo, pensando que se habría asustado. Pero su explicación no le impresionó demasiado: estaba convencido de que había cumplido con su deber al despertarla.

     “–Bueno –dijo–, puede que sea así. Pero pensé que era mejor que te levantaras en el caso de que viniera Dios”.

     Muchas culturas y religiones primitivas son capaces de captar, como un oscuro presentimiento más allá de los fenómenos naturales, el misterio de lo divino, porque todavía no les han “desencantado” el mundo, como nos pasa a los occidentales.


La venida de Dios a la tierra

     En uno de los primeros escritos cristianos, les dice San Pablo a los Tesalonicenses: “Que vuestro ser entero –espíritu, alma y cuerpo– se mantenga sin mancha hasta la venida (parusía, dice en griego; adventum, se tradujo al latín) de nuestro Señor Jesucristo”.

     El Adviento es el tiempo litúrgico que revive la venida del Hijo de Dios a la tierra en Belén, a la vez que invita a preparar su venida al fin de la historia; venida que se anticipa para cada hombre y mujer en el momento del juicio, cuando serán examinados acerca del amor.

     Todas las personas y culturas que esperaban y esperan un salvador, están representadas por las figuras principales del Adviento: Isaías, Juan el Bautista, Zacarías e Isabel, y sobre todo, María y José. Especialmente el pueblo de Israel esperaba un salvador que fuera a la vez profeta, sacerdote y rey; que llevase en su corazón los anhelos humanos de eternidad y los introdujera en el corazón del Dios vivo; de manera que el espíritu de Dios viniera a dar vida a los que, sin Él, no tenían más horizonte que el pecado y la muerte. Es lo que Jean Daniélou llamó “el misterio de la salvación de las naciones”.

       La Encarnación del Verbo pone fin a la espera de la luz y de la vida, e inaugura los nuevos cielos y la nueva tierra profetizados; porque también los animales, los arbustos, los elementos de la tierra entera recuperan su carácter de reflejo de Dios y camino para ir a Dios. Un camino que los cristianos hemos de recorrer proclamando la Buena Noticia.

     El Adviento es Dios que viene, que vuelve a salir al encuentro de los hombres, de cada uno en particular y de la humanidad en su conjunto. Los Padres de la Iglesia decían que el Adviento celebra la venida diaria de Jesús en la Eucaristía y su venida continua al corazón de los justos: “en cada hombre y en cada acontecimiento”, según la liturgia.


Salir al encuentro de Dios

     Cuando se hace un túnel para el tren o para el metro, se comienza a excavar por los dos extremos y se avanza simultáneamente. Gracias a los cálculos topográficos y corrigiendo la posible desviación, se llega a producir el encuentro, que se celebra con gran alegría.

    Dios viene. Pero hay que moverse para salir a su encuentro, y eso significa sacrificio, penitencia, porque nada de lo que vale la pena deja de costar esfuerzo.

     ¡Ven, Señor Jesús!, reza San Pablo, y es el grito final del Apocalipsis. Es también el clamor silencioso del cristiano impulsado por el Espíritu Santo, mientras se prepara al encuentro con Dios, especialmente en este tiempo de esperanza, con un mayor esfuerzo en la oración, en la caridad y en el trabajo; con un examen de conciencia más detenido, que conduce a la confesión de los pecados, y, por tanto, de nuevo y siempre a la alegría.

     “¡Ven, Señor! –podemos unirnos a la oración del Papa– Ven a tu mundo, en la forma que tú sabes. Ven donde hay injusticia y violencia. Ven a los campos de refugiados, en Darfur y en Kivu del norte, en tantos lugares del mundo. Ven donde domina la droga. Ven también entre esos ricos que te han olvidado, que viven solo para sí mismos. Ven donde eres desconocido. Ven a tu mundo y renueva el mundo de hoy. Ven también a nuestros corazones, ven y renueva nuestra vida, ven a nuestro corazón para que nosotros mismos podamos ser luz de Dios, presencia suya” (Audiencia general, 12-XI-2008)

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