sábado, 1 de marzo de 2014

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Mirar al futuro

Serenidad, valentía, sabiduría


El tema del futuro o del destino aparece rara vez al hablar de ética en nuestro tiempo. Pero no ha sido así antes. Hegel escribe: “…el comienzo, el principio de la ciencia moral es el respeto que debemos tener al destino”. ¿Pero de qué sirve plantearse esto –se pregunta Spaemann en el último capítulo de sus Cuestiones fundamentales de Ética– si no podemos cambiar nuestro destino?


1. Responsabilidad y realidad

Si nos fijamos bien, observa Spaemann, hay aspectos del destino que dependen de nosotros, de lo que hagamos ahora o dejemos de hacer; y, en ese sentido, somos responsables. Esto deriva del hecho de que somos libres de actuar en un sentido o en otro, pero no somos libres de relacionarnos o no con la realidad –pasada, presente o futura– y, por tanto, con el destino. Esto lleva a la responsabilidad que tenemos en diversa medida, según nuestra situación y papel en el mundo. Así por ejemplo, un político siempre tiene la responsabilidad de actuar razonablemente, es decir, lo mejor que permiten las circunstancias.

Y así llegamos a una primera conclusión: a diferencia de los animales, “los hombres, al actuar, modifican a la vez las condiciones que enmarcan su comportamiento” (p. 125) (influyendo también en otras personas que vienen detrás). Si no quieren actuar porque no aceptan la realidad (el modo de ser, la naturaleza, la propia biografía), no serán personas maduras sino niños. La realidad es como es. Además nosotros mismos, en alguna medida (en lo que depende del pasado), somos como somos sin poderlo modificar (aquí cabría decir: hay cosas pasadas que se pueden modificar, por ejemplo, si pedimos perdón; los cristianos podemos confesar nuestros pecados y eso es un cambio importante del pasado, o más bien de sus consecuencias).

Ahora bien, aunque en gran medida no podemos cambiarnos, prosigue el filósofo alemán, cuando actuamos de modo inadecuado no sirve la excusa: “es que soy así y no lo puedo cambiar”. Pues lo mismo que el pasado nos condiciona también nosotros condicionamos constantemente (con cada palabra, cada gesto, cada decisión, acción e incluso cada omisión) e irremediablemente nuestro futuro. Somos lo que somos, pero al mismo tiempo, y solo en una medida diferente, también somos lo que queremos ser.

Dicho de otra manera, nuestro “ser-así” no es una magnitud que determina nuestra actividad, sino que, al contrario, viene configurada continuamente por nuestras acciones.

Ciertamente, como el jugador de ajedrez cuando se enfrenta con alguien al menos de su nivel, no podemos prever todas las consecuencias de nuestras acciones, tanto para nosotros mismos como para otros.  También el actuar de los otros tiene continuas consecuencias para nosotros. Somos parte del destino propio y del de los otros. Y el destino no lo tenemos en nuestras manos.

Por eso, deduce Spaemann, “actuar significa siempre desasirse de sí, despreocuparse de sí y de las propias intenciones” (p. 127). En efecto, lo razonable es actuar con desprendimiento de nosotros mismos, pues otra cosa nos abocaría o a la ansiedad o a la parálisis. En ese sentido aprender a actuar y a vivir coincide con aprender a morir (al menos, por ahora, a nosotros mismos, lo cual implica cierto grado de sufrimiento). Esto no quiere decir que no cuidemos, en la medida razonable, de nosotros mismos: de nuestra salud corporal y espiritual, etc. 


2. Actitudes ante el futuro

En relación a los que sucede encuentra Spaemann tres posibles actitudes: fanatismo, cinismo y serenidad.

a)    El  fánatico piensa que no existe más sentido que el que él mismo se propone. Si se plantea que el destino se le opone, se niega a aceptarlo. En algunas novelas aparece cómo el fanático no está dispuesto a aceptar lo que viene, y es capaz de prender fuego al mundo para que “las cosas (según él las ve) se arreglen”. Así son los revolucionarios que son capaces de pasar por encima de todo (incluso de los valores morales) para imponer su sentido al acontecer, el sentido que ellos desean. Un fanático como Hitler pensaría algo así: “Si fracaso, la historia mundial ha perdido su sentido”

En cambio, replica el filósofo alemán,  el punto de vista ético consiste en descubrir que “el sentido está ya ahí, precisamente en la existencia de cada hombre, y de que, si no fuera así, serían vanos todos los esfuerzos de hacer algo con sentido” (p. 128).

b) El cínico parece contrario al fanático, pero no lo es tanto. El cínico no prioriza el sentido (que él pretende) sobre la realidad, sino la realidad sobre cualquier sentido, más aún, renuncia al sentido, no cree que la realidad tenga sentido alguno. Piensa que las cosas suceden mecánicamente, siguiendo la ley del más fuerte. Se dice que mientras el fanático tiene espuma en su boca, el cínico ríe.

Sucede que con frecuencia el fanático acaba por convertirse en cínico. ¿Cómo puede ser esto? Porque ha adquirido la experiencia del poder de la realidad. En el fondo ambos, el fanático y el cínico, están desde el principio convencidos de que la realidad que nos rodea no tiene ningún sentido.

  De todo ello deduce Spaemann que la única forma de actuar con sentido es reconocer un valor positivo a la realidad. Este valor se puede intentar mostrar con argumentos al fanático (puesto que él considera valiosa alguna cosa, por lo menos lo que él se propone); pero no es fácil convencer al cínico ni al escéptico radical: a estos solo se les puede abandonar a sí mismos y si comienzan a dejar víctimas, se les debe combatir. Puesto que los argumentos no les sirven, quizá se les puede convencer con la experiencia del amor, pero solo si lo aceptan y reconocen que el cinismo es como una enfermedad que priva al hombre del sentido de la vida.

Notemos, por nuestra parte, que una actitud menos radical que la del cínico es la del cansancio ante la vida, que está reflejado por Benedicto XVI en su encíclica sobre la esperanza (2007). Cuando falta la esperanza, el esfuerzo cotidiano por vivir y contribuir a construir el mundo puede dar paso al fanatismo o al cansancio. Por eso el hombre necesita esperar (que implica de alguna manera creer) –y es razonable que lo haga– en que pase lo que pase, hay una última palabra que tiene que ver con el Amor y la justicia:

Sólo la gran esperanza-certeza de que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor y que, gracias al cual, tienen para él sentido e importancia, sólo una esperanza así puede en ese caso dar todavía ánimo para actuar y continuar” (enc. Spe salvi, n. 35). Esa esperanza tiene como objeto lo que en la tradición judeocristiana se le llama el Reino de Dios.

c)     La serenidad es la actitud razonable ante el destino, según los sabios de todos los tiempos (aunque no hayan usado esa palabra). “Con la palabra serenidad entendemos la actitud de aquel que acepta voluntariamente, como un límite lleno de sentido, lo que él no puede cambiar” (Spaemann, p. 130). (En castellano tenemos un dicho popular: “A mal tiempo, buena cara”).

Los primeros filósofos que desarrollaron esto fueron los estoicos, sobre todo Epicteto y Séneca. Según ellos, la aceptación voluntaria del destino es lo único que trae la liberación total. En la práctica esto les llevaba a la “apatía”, la ausencia de dolor y pasión (por ejemplo, le da lo mismo el éxito que el fracaso). Por otra parte, cabría decir que -hablando en general, al margen de los estoicos- la apatía no tiene por qué ser consecuencia de la serenidad; en todo caso, sería una mala consecuencia. Son dos actitudes distintas y en el fondo contrarias.

Dice Spaemann -oponiéndose a la posición de los estoicos- que la apatía significa recortar algo decisivo en la actividad humana: la dimensión del compromiso apasionado (y por tanto la posibilidad de apasionarse al servicio de un bien verdadero y bello). Los estoicos preferían renunciar a todo eso, incluso a la compasión, llamando a su propuesta la “pura razón moral”. Pero al hacerlo así  renunciaban a la realización propiamente personal; pues, como bien dice Spaemann, “sólo el que actúa comprometido de verdad puede dar fe de los límites de lo posible” (p. 131) y puede ser capaz de rendirse ante lo imposible. Esto ciertamente es más doloroso, arriesgado y dramático que lo que proponen los estoicos, pero también es más humano.

Comparada con la de los estoicos, la perspectiva cristiana es más realista y animante. Más realista porque conoce más los límites de la realidad, puesto que al comprometerse con ella ha intentado hacer todo lo posible, confiando en que la realidad tiene un sentido aunque uno mismo no sea capaz de descubrirlo. Con otras palabras, actúa con más realismo ético (que el fanático, que el cínico y que el escéptico) el que se compromete, aunque tenga que detenerse ante lo imposible, y sufrir más por ello. La postura cristiana se resume bien en la actitud de Cristo ante su pasión: “Padre, no se haga mi voluntad sino la tuya”.

En este sentido cabe hablar aquí de resignación (para el Diccionario de la RAE, resignación es la “entrega voluntaria que alguien hace de sí poniéndose en las manos y voluntad de otra persona”).

        Según Spaemann, “la resignación ante lo inevitable es verdaderamente humana sólo si lo inevitable se muestra realmente como tal. Y sólo puede mostrarse a aquel que ha llegado efectivamente hasta el límite” (p. 132), sin miedo a herirse. (A esto cabría añadir que la educación debe ayudar a que las personas conozcan sus límites; especialmente hay que tener cuidado con personas "hiperresponsables" que pueden ponerse en peligro innecesariamente).

        En la perspectiva de Spaemann, la auténtica resignación no es fatalismo (como puede indicar la palabra en el ideario popular); más bien al contrario, resignarse puede tener un sentido plenamente humano si implica aceptar que incluso los fracasos deben de tener un sentido. 

     Por tanto no se trata de una resignación paralizante, sino un profundo convencimiento de que el sentido de las cosas implica nuestra misma acción y asume incluso nuestros fracasos.

     Haciendo un paréntesis, se puede decir que, en esta línea, el cristianismo anima a una resignación distinta de la de algunos pensadores ateos que, basándose en el mito de Sísifo (*), han propuesto como ideal humano asumir responsable e incluso heroicamente lo que ellos entienden como "absurdo" de la vida (el hecho de que todos nos hagamos preguntas sobre su sentido y de que haya que reconocer que tal sentido no existe). Ante esto Viktor Frankl objeta que lo que hemos de aceptar es nuestra incapacidad para conocer el sentido total de la vida, y para eso necesitamos la fe (ver entrevista).

     Cabría ilustrar esto añadiendo que en la vida corriente todos hacemos cosas que tienen sentido y vivimos suponiendo, aceptando y buscando ese sentido. Sobre todo actuamos con confianza (fe humana) en que los demás buscan honradamente la verdad, el bien y la auténtica belleza. Sin esta confianza no podríamos vivir.

       En suma, el sentido de la vida y la razón humana piden una cierta fe y una cierta esperanza en el sentido de la vida, al menos a nivel personal y social.

Spaemann recoge lo que escribe San Pablo, desde la perspectiva cristiana, apoyándose en los salmos: que para los que aman a Dios (y como consecuencia a los demás) todas las cosas cooperan para bien” (Rm 8, 28), por la fe en que el bien verdadero terminará prevalecerá sobre el mal.


3. Serenidad y transcendencia

            La religión afirma que tanto la actividad humana como la realidad del acontecer o la marcha de la historia tienen el mismo fundamento: Dios, que lleva las cosas hacia el bien, contando con nuestra libertad y a pesar de nuestros fracasos por hacer las cosas verdaderamente bien. Descartes hablaba de un genio maligno que consigue lo contrario, que todas nuestras buenas intenciones tengan malas consecuencias. Si esto fuera así no podríamos actuar bien.

            Sin embargo nuestra experiencia nos dice que actuamos confiados en que el bien lleva al bien, al menos en general y a largo plazo. Pero esto necesita confianza (o fe) en que el mal no consigue imponerse. Una acción buena tiene sentido si quien la realiza tiene la confianza en que el bien prevalecerá sobre el mal. Esto lo sostienen no solo los creyentes a partir de su fe. También los filósofos de la historia como Kant, Hegel e incluso Marx confiaban en que el bien triunfaría sobre el mal. Y por eso podemos sostener el valor ético de las acciones humanas.

Por eso el Mefistófeles (demonio del folklore alemán que se considera subordinado de Satanás) de Goethe dice: “Yo soy una parte de aquella fuerza que quiere siempre el mal y hace siempre el bien”. 

La persona serena actúa aceptando igualmente los éxitos y los fracasos, pues, al contrario que el fanático, sabe que no es ella la que dota de sentido a la realidad.


4. Ayudar a valorar la vida

Como se ha visto, serenidad no significa ni pasividad ni renunciar a cambiar las cosas (o abandonarse a la apatía de los estoicos), ni paralizarse por comodidad, por los fracasos o por una mal entendida resignación; sino seguir adelante y recomenzar siempre que sea necesario.

“Nunc coepi”, ahora comienzo (Biblia vulgata, S 76, 11), dice uno de los salmos, con dos palabras que hay que saber repetir muchas veces.

Cada persona que viene al mundo es un nuevo modo en que todo esto se hace consciente. Por eso ninguna actividad social puede tener otro sentido que ayudar siempre a aceptar serenamente la realidad y, con ello, a descubrir que vale la pena vivir, aunque hay condiciones de vida en que ese descubrimiento es casi imposible solamente por uno mismo. Por eso se requiere un serio compromiso de todos (especialmente de los educadores) para valorar positivamente la vida, de modo que todos nuestros actos y palabras no den nunca motivos a los demás sino para creer y esperar en la fuerza transformadora del amor con hechos. Y esto hace necesario trabajar para crear condiciones de trabajo y de cultura, de salud y bienestar social que animen a descubrir que merece la pena vivir.

En esto tienen responsabilidad todas las generaciones. “Los mayores –escribe Spaemann– tienen la tarea de introducir a los jóvenes en su mundo de valores, hasta que puedan comprenderlo” (p. 135), mostrando el valor del diálogo y de la verdadera belleza. Así facilitarán a los más jóvenes la serena aceptación del destino. Por su parte los jóvenes han de aprender a situarse en relación positiva con la realidad inacabada que han recibido y con la que se encuentran.

Wittgenstein escribió: “…o soy feliz o desgraciado. Se puede decir que no hay Bien ni Mal”. Y observa Spaemann que esto es agudo (pues el bien y el mal no existen en abstracto sino en relación con las personas) y a la vez equívoco (precisamente el bien y el mal existen en las personas, y existen de modo tan real e importante que actuar bien las hace buenas y actuar mal les hace malas).

Como conclusión de este tema valga la oración atribuida a San Agustín: “Que Dios me conceda serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valentía para cambiar las que sí puedo y sabiduría para ver las diferencias”.

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(*) En la mitología griega, Sísifo fue condenado por los dioses a quedarse ciego y empujar una gran piedra hasta arriba de una montaña. Cuando llegaba a la cima, la piedra volvía siempre rodando hasta abajo, y desde ahí él debía recogerla y volverla a subir, y así indefinidamente.

                                                          *    *    *

Preguntas de autoevaluación
(verdadero/(falso)

1. Nuestro “ser-así” no es una magnitud que determina nuestra actividad, sino que, al contrario, viene configurada continuamente por nuestras acciones..

2. Respecto al sentido del mundo, el punto de vista moral parte de que el sentido está ya ahí, precisamente en la existencia de cada hombre, y de que, si no fuera así, serían vanos todos los esfuerzos de hacer algo con sentido.

3. El fanático y el cínico coinciden en pensar que la realidad que rodea nuestras acciones, que les sirve de presupuesto y en la que desembocan, no tiene sentido.

4. Es más fácil convencer con argumentos a un cínico que a un fanático.

5. La actitud que proponían los estoicos implicaba actuar por “pura razón moral”.

6. Actúa con más realismo ético (que el fanático, que el cínico y que el escéptico) el que se compromete, aunque tenga que detenerse ante lo imposible, y sufrir más por ello.

7. La resignación puede ser una actitud verdaderamente humana en caso de que no se quiera llegar hasta el límite de lo posible.

8. Una acción buena tiene sentido si quien la realiza tiene la confianza en que el bien prevalecerá sobre el mal.

9. Que vale la pena vivir es un descubrimiento que cada uno debe hacer, y los demás no pueden ayudarle en eso.

10. Propiamente, no existe el bien ni el mal, sino la felicidad o la desgracia.

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